El diario La Voz de
Galicia del 10 de agosto informa de la brutal agresión sufrida por una mujer en
una céntrica calle de Vigo a manos de su marido: primero él la golpeó con la
mano en la cabeza, después la dio varias patadas y finalmente la agarró de los
brazos y la estrelló contra las rejas de un bar. Algunos transeúntes se
interpusieron para detener la paliza mientras otros avisaban a la policía, que
llegó rápidamente. Cuando los agentes comprobaron la coincidencia del relato de
los testigos con el de la mujer, procedieron a la detención del maltratador,
que les dirigió un revelador reproche: “Es mi mujer, no me puedo creer que por
darle dos patadas me vayáis a detener”.
La misma noticia cuenta
que, tras la detención del maltratador, su mujer admitió ante los agentes que
ya la había pegado otras veces, pero que no le había denunciado por miedo a
recibir más golpes.
La sincera sorpresa del
maltratador revela un pensamiento que es parte
de la ideología de muchos hombres y que puede expresarse así: una mujer
es una persona de categoría inferior a la del varón; es una especie de mascota
con menor entendimiento, incapaz de discernir lo correcto de lo incorrecto,
voluble y rebelde, como ocurre con gatos, perros y chimpancés. Aunque hay una
importante diferencia entre las mascotas de cuatro patas y las esposas, y es
que éstas, además de la obligación de obedecer y divertir al amo, lavan,
planchan, cocinan, friegan la vajilla, pasan la aspiradora, educan hijos y
proporcionan satisfacción sexual al amo. Para muchos hombres, ante la desobediencia,
está justificado aplicar un correctivo en forma de castigo corporal, pues el
miedo a la repetición del castigo volverá obediente a la mujer-mascota
insumisa. De ahí viene la sorpresa del maltratador de Vigo, que no puede
comprender que unos policías le arresten por llevar a cabo un acto tan inocente
y tan necesario como pegar un par de patadas a su mujer-mascota con la
finalidad de volverla sumisa y obediente.
¿Está muy extendida esa
idea entre el sexo masculino? El elevado número de denuncias por violencia
machista, que a veces acaba en asesinato, prueba que sí. Según el informe del
Consejo General del Poder Judicial, en 2019 se presentaron 168.057 denuncias
por violencia machista, cifra que incluye las presentadas directamente por la
víctima, por familiares y por policías; el mayor número de denuncias (118.229)
corresponde a un atestado policial acompañado de denuncia de la víctima y el
menor número (405) corresponde a denuncias presentadas por un familiar. Son
cifras que invitan a la reflexión, sobre todo por la escasa implicación de
familiares, amigos, conocidos y vecinos en la denuncia del maltrato reiterado.
La excepcionalidad del
maltratador de Vigo está en que verbalizó ante los policías su indignada
sorpresa al verse detenido por algo que, según él, debería considerarse normal
y exento de castigo: pegar a la mujer para quebrar su rebeldía, para dejar
claro quién es el amo y quién la mascota. Lo habitual es que el maltratador se
calle ese pensamiento, sabiendo que está desprestigiado por constantes campañas
contra la violencia machista, sabiendo que, aunque hasta hace muy pocos años se
consideraba normal, e incluso ejemplarizante, apalear a una mujer es
actualmente un delito tipificado en el Código Penal.
En la comedia Las que tienen que servir, proyectada
con éxito en cientos de salas a mediados de los años 60 del pasado siglo, una
mujer pedía ayuda a su familia ante las reiteradas palizas que recibía de su
marido, pero su tío le respondía: “si fuese cualquier otro íbamos todos a por
él, pero, chica, es que es tu marido y te tienes que aguantar”. Esa réplica
provocaba estruendosas carcajadas del público asistente, tanto hombres como
mujeres. Afortunadamente la percepción de la violencia machista ha cambiado
bastante desde entonces y esa escena es hoy inadmisible en cualquier película u
obra de teatro, pero el cambio de percepción alcanza solo a una parte de la
población masculina, mientras que otra continúa considerando justificada la
violencia contra la mujer, sobre todo si se trata de la mujer adquirida en la
operación conocida como matrimonio, que para muchos varones es casi como comprar
una mascota.
En la misma noticia
publicada en La Voz de Galicia se relata otro caso ocurrido en la misma ciudad
unas horas más tarde. Una mujer fue arrastrada por su pareja, tirando de su
cabello y amenazándola con abrirle la cabeza; ante la amenaza de la mujer de llamar a la policía,
el maltratador huyó del domicilio que ambos compartían y cuando los agentes del
orden llegaron, tuvieron que ir a buscarle, encontrándole con facilidad, pues
solo se había alejado unas calles, esperando tal vez que los policías
desistiesen de buscarle. Al igual que en el caso descrito anteriormente, una
vez que el maltratador fue detenido, la mujer admitió ante los agentes que había
sido golpeada por él en varias ocasiones, pero no se había atrevido a
denunciarle por miedo a que aumentase la violencia.
En estas dos explosiones
de violencia machista encontramos un patrón de conducta que se repite una y
otra vez con pocas variaciones: violenta agresión del hombre que, ante la falta
de respuesta de la víctima, continúa golpeando hasta que algo o alguien le
frena, ausencia de sentimiento de culpa del agresor, que no muestra
arrepentimiento ni pide perdón a la víctima y reconocimiento por parte de esta
de que las palizas son reiteradas, pero que el miedo a la violencia le ha hecho
guardar silencio y no denunciar.
Sin embargo, aunque el
comprensible miedo a los golpes impida a muchas víctimas de violencia machista
denunciar a su agresor, los gritos y los golpes con toda seguridad son
escuchados por los vecinos. Los hematomas no siempre se logran disimular con
maquillaje y gafas oscuras, de manera que alguna amiga, compañera de trabajo o
pariente los acaba descubriendo. La presión del miedo seguramente empuja en
alguna ocasión a la víctima a
desahogarse contando a una amiga o familiar de confianza lo que le ocurre. La
violencia machista reiterada es imposible de ocultar por mucho tiempo, pero a
pesar de ello parientes, amigos, compañeros de trabajo y vecinos callan y evitan denunciar, tal como nos
revela el dato del informe del CGPJ citado más arriba.
El rechazo a denunciar es
resultado de un mal entendido respeto a la privacidad que ha hecho mucho daño a
las víctimas de violencia, un daño tan grande que a veces llega hasta la muerte,
como muestra esa repetida frase de “ya sabíamos que la pegaba”, pronunciada
demasiadas veces por vecinos de una asesinada por su pareja. Demasiadas veces
amigos, vecinos y familiares eluden su responsabilidad refugiándose en que eso
“son cosas de la pareja” y ellos no tienen derecho a entrometerse. Y ese mal
entendido respeto a la privacidad es continuación de la secular consideración
de la mujer como ser inferior al hombre, a la que es lícito pegar cuando desobedece.
Nuestra sociedad demostrará que comienza a liberarse de ese viejo prejuicio
cuando aumenten las denuncias de terceros por violencia machista.
Jorge
Saura
Coordinador del Área de Violencia
Contra la Mujer del Partido Feminista